El sol cae pesadamente a pesar de que aún no es medio día. Sudorosos, siguen escavando con un cuidado milimétrico entre la tierra. La fosa ya tiene cerca de metro y medio. En cuclillas, con la delicadeza de quien ha descubierto un tesoro, limpian con un pincel los restos óseos encontrados. Luis me enseña una mandíbula casi completa: “no parece que corresponda a lo que estamos buscando” y agrega con sencillez, “esta mandíbula corresponde a una mujer joven, no a un hombre de mediana edad”.
Los muertos hablan y señalan con su dedo corroído por el tiempo a sus asesinos. Los muertos se levantan para consolar a sus familiares del despojo que sufrieron. Los muertos regresan a la tierra, ahora a una tumba reconocida, con nombre, con flores y con la paz de los familiares. Ese es el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
Luis Fondebrider es el jefe de delegación de los antropólogos forenses argentinos quien estuvo trabajando en las fosas encontradas en los alrededores de Iguala, Guerrero, lo mismo que fue para un caso en Oaxaca cuando lo vi trabajar por primera vez hace unos años. En aquella ocasión quedé perplejo ante la delicadeza con la que trabajaba en un contexto tan repugnante y doloroso. Luis se dirigía a los familiares como si los conociera de muchos años antes, como si él fuera parte de la familia que, expectante, aguardaba a la orilla del perímetro marcado para escavar. De pelo entrecano, con una mirada un poco extraviada, viendo más allá de las osamentas que desenterraba, describía las posibles causas de la posición del cuerpo, hablaba con una claridad impresionante sobre los rastros de la tierra y su estratigrafía alrededor de los vestigios. En aquella ocasión ninguno de los restos encontrados correspondió a los que buscábamos: los familiares aún no tienen reposo y siguen buscando.
Hoy el país sigue esperando el veredicto de un laboratorio en Innsbruck, Austria, que dictaminará si unos vestigios calcinados corresponde a otro más de los 43 normalistas que fueron detenidos y desaparecidos por las autoridades municipales de Iguala y Cocula. Son ya más de tres meses y solamente se ha identificado a una persona. Gracias a la antropología forense seria y confiable del equipo argentino muchos cuerpos han sido identificados en México en los últimos años y muchos familiares han podido descansar a pesar del dolor que esto representa. Desgraciadamente, por más que tengan los recursos y capacidades, los forenses nacionales carecen de algo imprescindible hoy para la población y sobre todo para las víctimas del Estado: la credibilidad.
El EAAF nace en el país del sur en un contexto de transición política y búsqueda de la verdad. La sed del pueblo argentino por contar la historia, por saber la verdad y porque se hiciera pública, lleva a un grupo de hombres y mujeres médicos a iniciar la labor de las exhumaciones. Este grupo valiente, que trabaja desde la sociedad civil, junto con el aporte de un reconocido forense norteamericano, Clyde Snow, iniciaron una tarea científica de reconstrucción de la historia desde los cuerpos exhumados. Hoy el Equipo tiene un amplio currículum más allá de las fronteras argentinas, siendo reconocido internacionalmente por su probidad y confiabilidad científica. De ahí que desde hace algunos años tenga oficina en México y hagan exhumaciones en el país.
Desde el acompañamiento
Conocí a Rosario Celis, una hermana dominica española hace tiempo que se dedicaba a acompañar a familiares de desaparecidos en el doloroso proceso de exhumación que se realizó por muchos años en Guatemala después de los acuerdos de paz del 94. Rosario, una religiosa pequeña de manos arrugadas y un espíritu diáfano se sentaba por horas con las familias quekchíes aguardando que los antropólogos guatemaltecos, – de la misma escuela que la argentina -, hicieran la labor delicada y tremenda de sacar a los muertos de la tierra para que contaran su historia. Esta hermana religiosa tenía una sonrisa permanente en un rostro que provenía seguramente de muy lejos; pues lo que había visto por años era como el valle de Ezequiel de huesos secos (Ez 37).
La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad por las características que tiene no sólo para la víctima directa, sino también para quienes son parte de la familia y los conocidos de ésta. La ansiedad y desazón que produce el no saber dónde están los desaparecidos genera un vivir en duermevela, una frustración intangible, una ansiedad permanente. La desaparición forzada no permite pronunciar la muerte, pues la esperanza es un derecho inalienable que no debe negociarse. Cabe recordar que de los desaparecidos de la guerra sucia en los años 70 en México algunos “aparecieron” años después de reclusión en el Campo Militar nº 1. Por ejemplo la mamá y hermana de Lucio Cabañas quienes fueron detenidas y desaparecidas, al cabo de algunos años de reclamo y movilizaciones sociales salieron de las cárceles clandestinas de los cuarteles militares. Es decir, en ocasiones los “desaparecidos” “aparecen” a pesar de las versiones contundentes oficiales. De hecho, cientos de personas en América Latina han vuelto de su detención-desaparición años después gracias a las presiones sociales locales e internacionales. De ahí que la esperanza de que aparezcan con vida los desaparecidos es, más allá de un eslogan o un tema político, una realidad histórica.
Luis, despeinado y terroso me enseña la reconstrucción que ha hecho con los huesos encontrados. El esqueleto incompleto y polvoriento es descrito por la voz del antropólogo como si aún tuviera vida como si quisiera retomar su postura vital y decirnos lo que le sucedió. “Es una mujer, joven. Le rompieron antes de morir el brazo izquierdo”.
Muchos relatos se conjugan con el tema de dar cristiana sepultura a los muertos con el acompañamiento psicosocial a las víctimas. Ricardo Falla, sacerdote jesuita, a finales del siglo pasado escribió innumerables artículos y varios libros sobre el tema desde su caminar en Guatemala. El centro católico de estudios de Ak’Kutan, en Coban, ha publicado también los relatos de las masacres y la reconstrucción de la historia desde las masacres ocurridas en Rabinal y en la Alta Verapaz. Contar la historia requiere contar con los cuerpos de los que son parte de la misma. Contar la historia requiere el poder de Ezequiel de profetizar sobre los huesos secos y darles vida para incorporarlos en el nuevo pueblo de Dios. Sin la ayuda de los antropólogos forenses, confiables y sensibles, la historia sería otra: la versión oficial de quienes sin sensibilidad y empatía describen la muerte sin esperanza y la vida como un accidente.
Es imposible concluir el artículo sin citar a Vallejo en su poema “La masa”:
Al fin de la batalla, / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre / y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. / Se le acercaron dos y repitiéronle: / «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. / Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, / clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. /
Le rodearon millones de individuos, / con un ruego común: «¡Quédate hermano!» / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. / Entonces todos los hombres de la tierra / le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; / incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre; echóse a andar…
Pablo Romo Cedano
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