El escalofriante hecho de la detención-desaparición forzada cometida por elementos de la policía municipal en Iguala se une en una misma semana con la confirmación de que los hechos en Tlatlaya, Estado de México, no se trataron de un enfrentamiento, sino que fue literalmente una masacre cometida por elementos del Ejército Mexicano. Los hechos desnudan a las autoridades directamente como criminales.
El caso de Tlatlaya es doblemente vergonzoso, pues cuando los hechos sucedieron la SEDENA en un comunicado oficial señaló que “elementos del ejército en cumplimiento de su deber y de manera valerosa enfrentaron a un grupo de criminales”, mientras que la realidad fue que una vez controlada la situación los elementos del ejército torturaron y ejecutaron a los 22 civiles. El reconocimiento se da no por propia voluntad en un acto de autocrítica o sinceridad, sino una vez evidenciada la mentira por una revista de marca extranjera quien publicara una entrevista a una testiga de los hechos con el seudónimo de “Julia”. La testiga afirma en su memoria que una vez que se rindieron las personas que se encontraban en la bodega, los elementos del ejército los torturaron uno a uno, los interrogaron y los ejecutaron. El mal siempre se oculta y en este caso el crimen de detención y ejecución extrajudicial, se trató de encubrir con un parte oficial firmado por la SEDENA. En ambos casos los crímenes de detención desaparición y de ejecución extrajudicial son calificados por el derecho internacional como de lesa humanidad, pues tiene componentes de maldad atroz incalificables.
Los hechos son sumamente graves en sí mismos y empeoran con la complicidad e impunidad que las autoridades de mayor rango les otorgan. Para el caso de Tlatlaya es gravísimo que la misma Secretaría de la Defensa haya emitido un comunicado mentiroso e encubridor de criminales, lo que la hace cómplice. Es muy grave también que el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Raúl Plascencia, en aras de su reelección, no haya abierto ningún expediente de investigación sino hasta que se descubre la verdad cuando Julia habla.
En el caso de Iguala, la cosa es igual de perversa y con imbricaciones de impunidad claras, pues se sabe que la Procuraduría General de la República tenía un expediente abierto desde hacía más de un año en contra del presidente municipal de la Iguala, José Luis Abarca, ciudad donde paradójicamente se proclama la independencia del país. La investigación, nunca prosperó por más que había claros y directos señalamientos contra el Sr. Abarca, de que él ejecutaba personalmente a la gente que le era incómoda.
Hay que recordar que el 28 de noviembre de 2013, el obispo Raúl Vera López OP le pidió en una misiva personal y pública al gobernador perredista Ángel Aguirre Rivero que hicieran una investigación de este presidente municipal del PRD y que en su caso lo desaforaran por cargos de detención, desaparición forzada y homicidio. Don Raúl Vera mostró en esa ocasión una acta notariada firmada por Nicolás Mendoza Villa sobreviviente de la masacre del 30 de mayo del 2013 testificando que policías municipales con otras personas vestidas de civil y con la dirección del presidente municipal, José Luis Abarca, habían detenido, torturado y ejecutado a los ocho dirigentes de la Unidad Popular de Iguala. Nicolás Mendoza pudo escapar de la masacre corriendo del lugar donde los ejecutaron y ocultándose en los matorrales. Los nombres de las víctimas de esa masacre son Arturo Hernández Cardona, Héctor Arroyo Delgado, Gregorio Dante Cervantes Maldonado, Ángel (El Cartulinas) Román, Efraín Amates Luna, Jimmy Castrejón, Nicolás Mendoza Villa y Rafael Balderas Román. Cuando Nicolás fue al ministerio público para denunciar los hechos, el MP no quiso recibir su queja. No pudiendo hacerlo en Guerrero se trasladó a la Ciudad de México para contar lo que había sucedido y las autoridades escucharon pero no hicieron nada. No fue sino hasta que se encontró con el Obispo Raúl Vera que la denuncia se hizo pública y se protocolizó ante un Notario que tiene fe pública.
Las máximas autoridades del país y del estado sabían de esa situación, estaban informados. Las autoridades del PRD que ahora quieren hacer un “control de daños” de sus militantes también lo sabían. El gobernador de Guerrero, había recibido informes previos sobre el tema: el Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan, elaboró en su momento sendos reportes; la Comisión Interamericana había mostrado preocupación sobre la situación en la región; la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en su último informe sobre desaparición forzada mostró gran preocupación por Guerrero.
La Procuraduría General de la República sabía de la connivencia de las autoridades con los grupos criminales; de hecho Mons. Raúl Vera en la propia Iguala, cuna de la Independencia, denunció públicamente al Presidente Municipal, de ser parte del grupo criminal que opera en la región. Dos testigos que pudieron escapar de la matanza perpetrada en Iguala el año pasado atestiguaron ante un Notario Público, porque el Ministerio Público no aceptó recibir la queja.
Por su parte, los normalistas de Ayotzinapan tienen una larga historia de lucha y de reivindicación por demandas de lo más elemental, como aulas dignas, electricidad en su escuela, acceso a Internet, respeto a los idiomas indígenas entre otras. Por estas demandas y por su particular manera de protestar han sido constantemente criminalizados. El 12 de diciembre del año pasado la policía de Chilpancingo abrió fuego contra su manifestación asesinando a dos normalistas que hasta la fecha esperan justicia. El 7 de enero del presente un camión de carga con un conductor fugado arrolló a dos normalistas más.
La violencia en Guerrero es muy amplia y en los últimos años se ha extendido sin control ni contención. Guerrero es el principal productor de goma de opio, uno de los primeros en la producción de marihuana, es el estado con mayor homicidios dolosos en el país. Para la Iglesia Guerrero es donde más sacerdotes han perdido la vida en el contexto de la violencia. De hecho, en un tímido comunicado la diócesis de Altamirano informó que el Padre José Ascensión Acuña Osorio, de 37 años de edad, perteneciente a la diócesis de Ciudad Altamirano, Guerrero. “Acuña Osorio fue secuestrado el pasado domingo 21 de septiembre. Dos días después su cadáver fue encontrado en el Río Balsas, muy cerca del poblado de Santa Cruz de las Tinajas, en el municipio de San Miguel Totolapan, situado en la región de Tierra Caliente”. Vale agregar aquí que los obispos de Guerrero en un breve comunicado se solidarizaron con los familiares de las 43 personas detenidas-desaparecidas y manifestaron su preocupación por la violencia.
Más allá de los detalles de los hechos de horror, vale la pena preguntar y preguntarnos ¿cómo en un país cristiano, con una tradición tan religiosa puedan ocurrir semejantes atrocidades? ¿Cómo caben en este país tantas masacres? ¿por qué las soportamos? ¿recordamos la “guerra sucia” de los setenta, los desaparecidos de los ochenta; Acteal; Aguas Blancas, San Fernando, Tlatlaya o Iguala, sin que sus ciudadanos al menos se sientan confundidos, perturbados, azorados un poco? La normalización de la violencia en la vida cotidiana no sólo es un mecanismo de autodefensa para protegerse del dolor, es también una acción deliberada de los que controlan el poder y conjugan el monopolio de la violencia. Lo contrario a la normalización es la Indignación, La indignación significa un despertar; es una manera de “caer en cuenta” de “hasta dónde hemos llegado”. Ante tanta violencia vale la pena preguntarnos ¿cómo hablar de Dios después de Iguala?
Pablo Romo Cedano
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