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El nombre de la rosa

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El reciente fallecimiento de Umberto Eco, acaecido el 19 de Febrero de 2016, nos da pie para referirnos a su novela El nombre de la rosa que publicó la Casa Editrice Valentino Bompiani en 1980 y es un buen momento para rendirle homenaje. La novela nos reveló a un narrador extraordinario que usando una historia del mundo católico medieval, nos hacía reflexionar en varios niveles acerca de nuestra propia realidad.

En el invierno de 1327, bajo el papado de Juan XXII, llegan Guillermo de Baskerville y su discípulo novicio Adso de Melk a una abadía benedictina en los Apeninos, en el norte de Italia, famosa por su biblioteca. Su responsabilidad consiste en organizar una reunión entre los delegados del Papa y los religiosos franciscanos en la que se discutirá la supuesta herejía de la pobreza apostólica. Una serie de asesinatos perturba la reunión. Las muertes giran alrededor de un libro envenenado, un libro que se creía perdido: el Segundo Libro de la Poética de Aristóteles.

La herejía es uno de los muchos temas de la novela, pero es un tema central. Dicho de manera breve, la tesis de Eco acerca de la herejía es que no se trata de un conflicto de ideas verdaderas contra ideas falsas, sino de un conflicto de poderes y, más específicamente, de un conflicto social.

Guillermo de Baskerville, el entrañable protagonista de la novela, es un fraile franciscano convencido de que las ideas de Roger Bacon (1214-1294) y de Guillermo de Occam (1280-1349), ambos franciscanos e ingleses, pueden ayudarnos a entender una proposición fundamental: la verdad es un instrumento y un instrumento sólo es valioso en la medida en que es eficaz, no vale por sí mismo y mucho menos se puede someter en su nombre. En palabras de Eco: “Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a librarnos de la insana pasión por la verdad” (Eco, El nombre de la rosa, Editorial Lumen 1983, p. 595). La insana pasión por la verdad, que es la lujuria del saber, es “la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda” (Ídem, p. 579), y esa arrogancia genera poder, es poder en estado puro. De allí que la lucha entre ortodoxia y herejía no es una lucha por la verdad, sino por el poder. Por eso Eco afirma: “En esto consiste la ilusión de la herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos” (Ídem, p. 247).

Tres son las afirmaciones principales de Eco al respecto de la herejía:
1. Los movimientos heréticos están compuestos principalmente por los pobres y excluidos.

2. Los pobres y excluidos se unen a uno u otro movimiento herético indistintamente, no porque estén de acuerdo con la fe o doctrina que proponen ni porque crean que dicho movimiento aboga por la verdadera religión, sino porque les ofrece la esperanza de una vida mejor.

3. Las herejías no son sino expresión de una protesta social por parte de los marginados en contraposición a los ortodoxos que defienden sus privilegios económicos, sociales y políticos.

En conclusión, la herejía es ficticia, es un problema aparente que justifica y santifica el sometimiento por razones de doctrina y de pureza espiritual, cuando en realidad es una burda manifestación de las bajas pasiones: quién es hereje y quién no, depende de quién tiene el poder de someter al otro. La Edad Media que El nombre de la rosa retrata está de vuelta en Occidente, pero ahora las herejes se llaman indios y fundamentalistas y nacionalistas y terroristas y narcotraficantes y normalistas… habrá que releer esa novela.

Félix García

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