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Mishima

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La noche del 24 de noviembre de 1970 Yukio Mishima cenó en un restaurante de Tokio con Morita, Ogawa, Furu Koga y Chibi-Koga, amigos íntimos con los que fundó la Tatenokai (El Escudo), organización de corte paramilitar que trató por todos los medios de torcer el destino del Japón moderno para sacarlo de su “borrachera de prosperidad” y de su asociación incondicional a los Estados Unidos de América. Después de la cena, fue a su casa y trabajó, como todas las noches, en su última novela. La terminó, la firmó y la metió en un sobre que pasaría a recoger al día siguiente su editor. Había sido nombrado como candidato para recibir el premio Nobel de Literatura en 1968, año en que se concedió tal distinción a Yasunari Kawabata, quien dijo, en el discurso de agradecimiento, que el único que merecía tal premio en Japón era Mishima, el mismo que muchos años antes había cambiado su nombre porque el suyo, Kimitake Hiraoka, no parecía suficiente para soportar tanta grandeza. En la mañana del 25 de noviembre, se bañó, se afeitó cuidadosamente, se puso el traje de la Tatenokai sobre la carne firme (pasó años haciendo ejercicio físico fuerte para mantener “un cuerpo sano y firme, sin avaricia ni codicia”, Kenzi Miyazawa dixit) y, antes de salir, escribió una nota que dejó sobre su mesa: “La vida humana es breve. Yo quisiera vivir eternamente”, tenía cuarenta y cinco años. Luego fue a encontrar a sus amigos, los mismos con los que había cenado, y con ellos, se dirigió en coche al edificio del Ministerio de la Defensa Nacional. En el camino, mientras pasaban frente a la escuela donde estudiaba su hija, tuvo ánimos de bromear y dijo que en una película, en ese momento se oiría música propia para crear un ambiente de suspenso. Llegaron al Ministerio de la Defensa Nacional, secuestraron al general Mashita en su propia oficina y le ordenaron que mandara reunir a los soldados frente a su balcón, para que Mishima hablara con ellos. Lo que sucedió en los siguientes veinte minutos está muy bien relatado en la transcripción que hizo Henry Scott-Stokes: “…los japoneses de ahora sólo piensan en el dinero, sólo en el dinero… (¡Cállate!… ¡Hijo de la chingada!…) vemos al Japón emborrachándose de prosperidad… (¡Tu culo!… ¡Bájate!… ¡Que alguien llame a la policía!…) los políticos no se preocupan por el Japón… (¡Ya deja de hablar!… ¡Tiren a ese de allá arriba!…) ellos nada más codician el poder… (¡Bájate!… ¡Hijo de la chingada!…) ustedes sólo serán unos mercenarios al servicio de los Estados Unidos… (¡Cállate!… ¡Tírenle un balazo!… ¡Tírenle un balazo!…)” Mishima regresó a la oficina del general Mashita y se quitó la vida de acuerdo con las prescripciones de los samurai, Morita le cortó la cabeza con fuertes golpes de catana y luego, para acompañar al maestro en el honor, también él se quitó la vida.
Al final de una de las novelas de Mishima, El mar de la fertilidad, podemos oír a la abadesa que dice “…la memoria es un espejo de fantasmas. Muestra a veces unos objetos demasiado lejanos para ser vistos, y otras veces los hace aparecer demasiado próximos”. Honda contesta: “pero, si no existió Kioyaki, entonces no ha existido Isao. Ni Ying Chan. ¿Y quién sabe? Tal vez tampoco he existido yo mismo”. “Eso ha de decirlo cada uno de nosotros, de acuerdo con su corazón”, dijo la abadesa.
Teniendo en cuenta que todo lo que no está a tiempo es tardío e inútil, ¿qué queda de nosotros? Sólo los sueños que, paradójicamente, mientras vivimos, son lo menos real. Todo lo que llamamos real, desaparece, la rutina del trabajo diario, los dolores de muelas, la repulsión por ciertas cosas que nos parecen horribles, nuestros gustos sexuales y la manera de dormir; eso se vuelve polvo. Sólo sobrevive lo menos anclado en el mundo: los sueños. Las voces de los antiguos, los más viejos, nos llegan a través del silencio y nos reaniman y los sueños reviven.

Félix García

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